Erase en un pueblo ubicado en los Alpes de Francia, la casa de un humilde Luthier. Hábil artesano en la construcción de instrumentos musicales de cuerda frotada o pulsada.
Era uno de los últimos que quedaban en la zona. Todos los conocían como un talentoso del arte. Más estas manos solo sabían de construir con amor una nota.
Para quienes compraban sus instrumentos y emitían sonidos, las manos de quien elaborada tan anhelada pieza vibraban de sentir el sonido de la música en otros, de ver la belleza en el otro, al pulsar o frotar en elegancia un piano o uno violín.
Aquella artesana brindaba la forma y quien tocaba le otorgaba vida. Quien podría pensar que de un trozo de madera pelos de caballos se podría establecer un lenguaje de comunicación tan mágico, puro y transparente como la música.
Los artistas venían de cada rincón del planeta a comprar aquellas bellezas ya que pocos entusiastas quedaban por aquel arte de elaboración. Con la revolución industrial habían aparecido fábricas con máquinas diseñadas para elaborar este tipo de objetos en forma masiva, perdiendo algo trascendental, el mensaje de amor que cada Luthier aplicaba a su obra de arte, ninguna era igual a otra. Para aquella manifestación del arte todo lo que allí se construía era una propia manifestación del Ser hacia otro Ser.
Y por ello los virtuosos del área, se sentían atraídos por esta vibración amorosa.
Como la bella artesana jamás sabia que era de sus hijos pródigos cuando eran vendidos.
Se conformaba con saber que para quien lo comprara fuera útil.