—No sé que pasa, gordo. En la “facu” no me va como a mí me gustaría.
—¿Qué quiere decir eso?
—Que mi rendimiento va bajando “sin prisa pero sin pausa”, desde que empezó el año. Mis calificaciones son todos sietes y ochos, quizás algún nueve. Pero en los últimos exámenes, no puedo pasar de un seis. No sé, no rindo, no me puedo concentrar, no tengo ganas.
—Bueno, Demi, también tienes que tener en cuenta que estamos sobre fin de año, quizás necesites un descanso.
—Yo pienso tomarme el descanso, pero todavía faltan dos meses para fin de año, y antes de eso es imposible. No puedo parar para tomarme vacaciones.
—A veces me parece que la civilización ha conseguido volvernos locos a todos. Dormimos de 12 a 8, almorzamos entre las 12 y la 1, cenamos entre las 9 y las 10… En realidad, nuestras actividades las decide el reloj. No nuestras ganas. A mí me parece que para algunas cosas es imprescindible cierto grado de orden, pero para otras es absolutamente incomprensible obedecer el orden preestablecido.
—Todo lo que quieras, pero ahora yo no puedo parar.
—Pero siguiendo, me dices que tu rendimiento disminuye.
—¡Debe haber otra forma!
Había una vez un hachero que se presentó a trabajar en una maderera. El sueldo era bueno y las condiciones de trabajo mejores aún; así que el hachero se decidió a hacer buen papel.
El primer día se presentó al capataz, quien le dio un hacha y le designó una zona.
El hombre entusiasmado salió al bosque a talar.
En un solo día cortó dieciocho árboles.
—Te felicito –dijo el capataz— sigue así..Animado por las palabras del capataz, el hachero se decidió a mejorar su propio desempeño al día siguiente; así que esa noche se acostó bien temprano.
A la mañana se levantó antes que nadie y se fue al bosque.
A pesar de todo el empeño, no consiguió cortar más que quince árboles.
—Me debo haber cansado –pensó y decidió acostarse con la puesta del sol.
Al amanecer, se levantó decidido a batir su marca de dieciocho árboles. Sin embargo, ese día no llegó ni a la mitad.
Al día siguiente fueron siete, luego cinco y el último día estuvo toda la tarde tratando de voltear su segundo árbol.
Inquieto por el pensamiento del capataz, el hachero se acercó a contarle lo que le estaba pasando y a jurarle y perjurarle que se esforzaba al límite de desfallecer.
El capataz le preguntó:
—¿Cuándo afilaste tu hacha la última vez?
—¿Afilar? No tuve tiempo de afilar, estuve muy ocupado cortando árboles.
—¿De qué sirve, Demián, empezar con un enorme esfuerzo, que pronto se volverá insuficiente? Cuando me esfuerzo, el tiempo de recuperación nunca alcanza para optimizar mi rendimiento.
Descansar, cambiar de temas, hacer otras cosas, es muchas veces una manera de afilar nuestras herramientas.
¿Cuanto tiempo dedicamos a afilar nuestras herramientas?