NADIE QUIERE LA CULPA. SIEMPRE LA DA AL OTRO
“Todo sentimiento de culpa es una pérdida de tiempo.” WAYNE W. DYER
LA CULPA QUE TORTURA Y LA CULPA QUE REPARA
Suele considerarse la culpa como una «emoción negativa», torturadora, que no deja vivir. Ésa es la forma disfuncional de la culpa, y es posible aprender a transformarla en un valiosísimo aliado que repara sin torturar.
Qué es la culpa
Cuando uno dice: «Me siento culpable», en realidad está nombrando una parte de su realidad psicológica, está identificándose con una mitad de lo que le está ocurriendo en ese momento. La otra mitad, que uno no suele percibir, es la voz interior culpadora, que es justamente la que hace que uno se sienta culpable.
Tomemos un ejemplo: «Me siento culpable por lo que hice y siento que no merezco ser feliz.» Este estado de áni- mo implica inevitablemente que existe una voz interior que está diciendo: «Eres culpable por lo que has hecho y no me- reces ser feliz.» Por lo tanto, «el culpable» (o «el culpado») y «el culpador» constituyen las dos caras de una misma moneda, conforman una unidad psicológica indisoluble de la cual el «sentirse culpable» es sólo una mitad.
Cuando se re- conoce la estructura global de esta vivencia se hace evidente que para comprender y resolver el sentimiento de culpa es necesario también conocer a fondo quién es el culpador
El culpador
Las naciones se rigen por constituciones que ordenan las relaciones entre sus habitantes. En escala decreciente, algo similar ocurre con las provincias, municipios, asociaciones barriales, comunidades de vecinos, etc. Del mismo modo, cada individuo está regido por un conjunto de pautas que regulan su funcionamiento. Estas normas pueden ser distintas para cada uno y dependen, entre otras variables, del medio y la educación que se haya recibido; pero lo importante, en relación con este tema, es que siempre existe ese conjunto de normas, algunas de las cuales pueden ser conscientes y otras no.
Los Diez Mandamientos son un buen ejemplo de un con- junto de pautas morales muy extendidas en la cultura judeo- cristiana, pero también existen códigos más particulares y es- pecíficos, propios de cada grupo social, de cada lugar y cada época. En general, son los padres y educadores quienes tienen más influencia en la formación del particular conjunto de normas que el niño va incorporando durante su crecimiento. Es lo que Freud conceptualizó como «superyo».
Sea cual fuere el contenido del código moral de cada uno, el hecho es que existe, y que una vez que este código se ha incorporado, establece un sistema que garantiza su cumplimiento. Volviendo a la metáfora anterior: así como un país cuenta con la justicia y la policía para asegurar la vi- gencia de sus leyes, el código moral individual dispone de un sistema que trata de asegurar su cumplimiento. El culpa- dor es el guardián del código, y cada vez que transgredimos alguna pauta de dicho código se activa una señal que infor- ma que el código ha sido transgredido.
Esa señal es el sentimiento de culpa.
Culpa funcional y disfuncional
Ante esta descripción, la pregunta que surge es si dicha señal—tal como se expresa— ayuda a que se produzcan las correcciones necesarias para restablecer el equilibrio y, por lo tanto, hacer cesar el sentimiento de culpa, o meramente agrega más sufrimiento, agrava la culpa y no conduce a ninguna resolución.
Ésta es sin duda la pregunta clave que permitirá diferenciar el sentimiento de culpa funcional que ayuda a resolver un problema, de la culpa disfuncional que añade más sufrimiento al existente, es decir, que se convierte en un problema más.
Acerca de las normas
Para comprender mejor la diferencia entre culpa funcional y disfuncional es necesario profundizar en una noción que ya hemos presentado. Hemos hablado del culpador y de su función de «guardián del código». Vamos a referirnos ahora al código en sí. Los contenidos de ese código fueron incorporados en algún momento del pasado y rigen a la per- sona a partir de ese momento.
En la medida en que estamos refiriéndonos a sucesos inscritos en el tiempo y por lo tanto a los cambios que en él se producen, se abren nuevos problemas: a) es necesario contar con un conjunto de normas, y b) dado que las normas son cambiantes, ¿qué mecanismos arbitra cada individuo para cambiar sus normas?
Un ejemplo de esto último: hace algunas décadas era frecuente en nuestra cultura que una mujer albergara, entre otros, el precepto de «No te irás de la casa de tus padres antes de casarte». Actualmente, como todos sabemos, dicho precepto ha perdido su vigencia por completo.
También aquí podemos encontrar la semejanza con lo que ocurre en una república en relación con los caminos que arbitra para cambiar su Constitución.
En relación con este punto, la experiencia clínica muestra que en numerosas personas el culpador, en su función de guardián del código, no tiene en cuenta que el código que está custodiando puede cambiar.
Cuando así ocurre actúa dando por sentado que el código que él defiende es definitivo y está más allá de cualquier cuestionamiento.
En la circunstancia en que se ha producido una transgre- sión y se despliega el diálogo entre el culpador y el culpado, la frase más frecuente que suele oírse es: «Esta norma —sea cual fuere su contenido— tienes que acatarla porque así me lo han enseñado mis mayores. Tu función es cumplirla, no cuestionarla, ¡y esto no se discute más! Si no lo haces, ten- drás todo mi rechazo, mi desprecio y mi castigo…!»
Esta característica del culpador es precisamente un componente fundamental de la culpa disfuncional.
Lo repetimos una vez más: el culpador cree que la norma que defiende es eterna y no le reconoce al culpado el derecho a estar en desacuerdo con ella y querer cambiarla. Sigamos con el ejemplo de la hija mujer que quiere vivir sola: s[ dentro de ella la norma «No te irás de la casa de tus padres antes de casarte» quedó cristalizada, como consecuencia de las acusaciones surgidas de esa pauta interior que quiere perpetuarse sentirá con culpa sus deseos de mudarse.
Lo que acabamos de presentar es la relación entre el culpador y el culpado cuando ambos no coinciden en la aceptación del código establecido. En este caso es un código de
normas cristalizado, pero también existe la posibilidad de que el culpado no quiera aceptar determinada norma —no necesariamente arcaica y cristalizada— y que luego de un debate entre ambos comprenda que su aceptación es beneficiosa.
La tercera variante es lo que ocurre entre ellos cuando ambos sí coinciden en la aceptación de las normas que los rigen, y es lo que veremos a continuación.
Relación culpador-culpado
Cuando ambos coinciden en la norma, comienza a adquirir relevancia el modo en el que el culpador le informa al culpado de que la ha transgredido. Lo interesante de esta situación es que no existe una sola forma de informar, sino que, por el contrario, existen varias maneras de hacerlo. Vamos a ilustrar esta idea con un ejemplo.
A fin de comprenderlo mejor es necesario aclarar previamente que he desarrollado un método clínico para intentar resolver el sentimiento de culpa. Consiste en una serie de pasos, de donde se han obtenido precisamente las respuestas que se citan en este capítulo. Al final del mismo se incluirá una versión adaptada de dicha propuesta para que el lector interesado pueda realizar su propia indagación personal.
Volviendo ahora al ejemplo concreto, digamos que existe la posibilidad de convocar, a través de consignas específicas, al culpador y al culpado, y de estimular al primero para que le diga al segundo de qué lo culpa y de observar cómo lo hace. Vamos a transcribir a continuación la experiencia de Corina, de treinta y nueve años, que estaba atravesando un proceso de separación matrimonial:
Culpador: «Yo te acuso de haber estado con Raúl mientras lo necesitaste y ahora quieres separarte aunque sabes que él te necesita. Tú sabes que él está sufriendo y se siente solo como un perro. Siento desprecio y odio hacia ti, y lo que te hago, y seguiré haciendo, es torturarte mentalmente para que sepas que eres mala, indigna, y no te dejaré que seas feliz con ningún otro hombre.»
Cuando se le propuso al culpador que informara al culpado acerca de cuál era la norma que había sido transgredida, le dijo: «La norma que has transgredido es la que dice que no se debe abandonar a quien te necesita.»
Una vez que el culpador se hubo expresado, se invitó a Corina a que tomara el lugar del aspecto culpado y observara qué sentía al escucharlo.
Culpado: «Lo que siento es un gran dolor que me asfixia y me oprime el corazón. Siento que me estoy muriendo. Si no dejas de torturarme me volveré loca. Ya no puedo distin- guir qué es lo adecuado y qué es lo me corresponde, o no. Yo sé que no está bien abandonar a Raúl si él me necesita, pero siento que me estás pidiendo que me inmole, y no quiero eso. Haces que me sienta muy confusa y no sé qué hacer.»
La vivencia que tiene quien experimenta un tipo de culpa como el de Corina es de intenso sufrimiento crónico: ti- roneo interior, malestar, agobio, y la certeza de que seguirá sintiéndose mal no importa lo que haga. Prueba un camino en el que actúa como la voz culpadora le reclama, y enton- ces trata de continuar la convivencia con Raúl. Durante un tiempo la otra voz interior queda acallada y ella parece haber encontrado una sensación de bienestar y una salida satisfactoria para su conflicto.
Pero lo que está acallado acumula malestar, y un buen día siente que ya no soporta que su deseo de separación siga relegado y comienza a expresarlo y actuarlo. Y vuelve a ocurrir lo mismo: al principio, mientras toda ella queda tomada por esa decisión, se siente satisfecha e íntegra. Hasta que la voz culpadora, que había estado silenciada durante un tiempo, vuelve a hacerse sentir y nuevamente se instalan el dolor y el no saber qué hacer…
Y así la actitud pendular continúa, confundiéndola cada vez más, a ella misma y a quienes la rodean.
Éste es el tipo de culpa que la gran mayoría de las personas siente, aunque las anécdotas particulares sean, obviamente, distintas en cada caso. Esto es también lo que alimenta la creencia generalizada según la cual la culpa es, en su naturaleza misma, una agónica tortura sin remedio, como una verdadera maldición.
Vale la pena, pues, repetirlo una vez más: las características torturadoras no son inherentes a la culpa en sí, sino a su forma disfuncional, de la cual precisamente el caso de Corina es un ejemplo prototípico.
¿Y en qué consiste su disfuncionalidad? En que el modo que el culpador tiene de informarle al culpado que ha transgredido una de las normas que los rige produce más dolor, más confusión y, fundamentalmente, no instrumenta al culpado para producir una nueva conducta que repare la situación y restablezca el equilibrio. En este caso, restablecer el equilibrio quiere decir producir una acción que contemple, por una parte, las necesidades de Corina de separarse de Raúl, y por otra, las características del código de normas que Corina ha aceptado para sí.
La culpa disfuncional
Para comprender a fondo la naturaleza de la culpa disfuncional y poder transformarla en funcional es necesario reconocer un punto crucial: el propósito esencial del culpador no es torturar al culpado sino lograr que actúe de acuerdo con las pautas del código interior que los rige.
Las formas a través de las cuales lo hace son precisamente eso: formas. Algunas resultan funcionales y otras dis- funcionales, según las respuestas que provoquen en el culpado.
Las formas disfuncionales más frecuentes son la descalificación y el castigo.
La descalificación significa que el culpador le dice al culpado que él ha transgredido esa pauta porque es malo en cualquiera de sus formas: egoísta, desconsiderado, perverso, brutal, etc. Aquí se suman todos los agravios e insultos que uno pueda imaginar: hijo de p…, degenerado, pervertido, basura, etc.
El castigo, como su nombre lo indica, significa provocarle intencionalmente al culpado un sufrimiento determinado. En el ejemplo de Corina era: «Te torturaré mentalmente y no dejaré que seas feliz con otro hombre», pero todos sabemos que no son las únicas formas de casti- go. Las que se oyen más a menudo en la práctica clínica son: «Te despreciaré, no mereces vivir, te haré ver una y otra vez todos los errores que has cometido, te dejaré solo, nun- ca te sentirás contento y satisfecho», etc.
Como uno puede imaginar a través de estos ejemplos, los efectos psicológicos de la descalificación y el castigo son verdaderamente devastadores.
A modo de resumen podemos decir que éstos son los tres componentes básicos de la culpa disfuncional: la cristalización del código que no se deja modificar por las nuevas circunstancias y la descalificación y el castigo como forma habitual de tratar al aspecto culpado cada vez que transgrede una norma.
El nuevo interrogante que se plantea es:
¿Por qué el culpador descalifica y castiga al culpado?
Existen varias respuestas a esta pregunta, y según cuál sea aquella que se considere válida será también la forma de abordar el sentimiento de culpa.
Algunas corrientes psicológicas afirman que la causa fundamental es la hostilidad básica del culpador hacia el culpado porque cada uno representa fuerzas en oposición natural (el culpador, las normas, y el culpado, los impulsos), que entre ambos se libra un combate permanente porque cada uno está «luchando por su vida», y aunque entre ellos puedan producirse temporarios momentos de síntesis, la atmósfera de antagonismo profundo, que está en la base de ese vínculo, se activa una y otra vez.
Otras corrientes, en cambio (las psicologías humanistas entre ellas), afirman que la relación entre el impulso y la norma es esencialmente complementaria y que su antagonismo es superficial. Dicho antagonismo se produce por el desconocimiento que cada uno experimenta de su condición de complementario esencial. Esta desconexión es la que los hace percibirse como exclusivamente antagónicos, y la tarea asistencial consiste precisamente en ayudarlos a recuperar su percepción de socios desempeñando funciones complementarias.
Dentro de esta línea de pensamiento se inscribe la propuesta que estamos presentando.
Además del desconocimiento de su carácter de complementario, en el culpador existe otra ignorancia igualmente significativa: cómo expresar sus desacuerdos con el culpado.
La descalificación y el castigo son dos manifestaciones de esa ignorancia emocional en el modo de expresar un desacuerdo.
La descalificación consiste en confundir el impacto que un estímulo produce sobre mí con lo que ese estímulo es. Las frases que mejor resumen esta confusión son: «Si me frustra, es malo»; «Si me desagrada, es desagradable»; «Si estoy en desacuerdo contigo, no sirves», etc. Esta forma de inmadurez psicológica trasciende por completo el tema de la culpa e impregna, perturbándolas en gran medida, nuestras interacciones cotidianas.
La otra creencia equivocada del culpador es confundir enojo con castigo y utilizarlo, además, como forma de enseñanza.
Estamos tan habituados a considerar el enojo y el castigo como sinónimos que vale la pena destinar unas líneas a dis- criminarlos: Expresar el enojo como enojo es que el culpa- dor le diga al culpado: «¡Estoy muy enojado contigo porque quieres separarte ¡y te exijo que no lo hagas!» Eso es enojo como tal.
El castigo se centra en el daño intencional: «¡Te torturaré mentalmente y no te dejaré en paz ni un segundo!»
Cuando, además, se le atribuye al castigo la cualidad de recurso de enseñanza, se añade el «¡Así aprenderás!».
Esta sucesión de distorsiones confunde mucho al culpa- do, porque lo que recibe son ataques que lo dañan y sin embargo le dicen que están enseñándole, lo cual produce en él desorganización y resentimiento.
Cuando el culpador y el culpado arrastran largos períodos de maltrato recíproco, van generando efectivamente una atmósfera de antagonismo entre ellos. Ante cualquier nueva transgresión, el culpador maltrata, una vez más, al culpado por lo que hizo, y el culpado se opone y contraataca más allá del tema concreto que estén debatiendo en ese momento.
Se instala entre ellos una lucha personal y el tema es dirimir quién se impone. Ésta es la causa psicológica pro- funda de las transgresiones crónicas y la oposición sistemá- tica. Es lo que habitualmente se llama «el rebelde sin causa» o «el rebelde por la rebeldía misma». Pero como expresamos anteriormente, este antagonismo no es esencial sino secundario.
Existe abundante evidencia clínica que muestra que cuando el culpador realiza el aprendizaje que le permite re- conocer el error de la descalificación y el castigo, abandona progresivamente dichas reacciones y desarrolla la capacidad de expresar su desacuerdo con el culpado de un modo que no lo agravia y que, además, lo instrumenta. Instrumentarlo significa aquí generar las condiciones que permitan al culpado producir una respuesta nueva que, además de satisfacer sus necesidades, respete las pautas del código interior que ambos han aceptado que los rija.
Esto puede ocurrir porque la función esencial del culpador no es injuriar y castigar al culpado cuando ha transgredido una norma, sino restablecer el respeto al código. A partir del momento en que aprende a hacerlo sin dañar al culpado, lo incorpora progresivamente, porque en ese cambio no renuncia a ninguna función esencial sino que, por el contrario, le permite llevarla a cabo de modo más adecuado y eficaz
Si resumiéramos este proceso en una frase podríamos decir que el culpador aprende a dejar de ser un culpador que descalifica y castiga para convertirse en un culpador que enseña.
Una vez despejada esta incógnita, la próxima pregunta que se desprende es:
¿Cómo aprende el culpador a enseñar?
Aquí se agrega otro componente de extraordinaria significación clínica y de equiparable sencillez: su aprendizaje comienza cuando en el curso de la indagación guiada se le propone que le pregunte al culpado: ¿De qué modo necesitas que te informe que has transgredido el código cada vez que lo haces, para sentirte verdaderamente ayudado por mí? Y cuando, luego de formular la pregunta, se dispone a escuchar lo que el culpado descubre y le responde, y continúan con este diálogo todo el tiempo que sea necesario, hasta alcanzar un acuerdo que los deje satisfechos a ambos.
Solemos creer que el diálogo sólo existe entre dos o más individuos. Aún no estamos habituados a reconocer y perci- bir, con la misma claridad, el diálogo que existe entre dos partes de la misma persona. Por lo tanto, tampoco estamos familiarizados con la importancia que tiene la pregunta que un aspecto le formula a otro como recurso facilitador del descubrimiento y el aprendizaje. Tal vez estemos todavía muy influidos por las creencias que estableció el psicoanálisis en relación con el autoengaño y la resistencia como modalidades intrínsecas de la dinámica psicológica intrapersonal.
Cuando se trasciende la concepción que afirma que el descubrimiento está impedido por resistencias y se comprueba que los factores más importantes que lo impiden son —tal como sostienen las corrientes más modernas de las psicologías humanistas— la ignorancia, la confusión y los «déficits» en la comunicación intrapersonal, se abre una nueva puerta de operatoria psicológica que produce una ver- dadera revolución en el campo de la clínica.
En el caso de Corina, ante la pregunta del culpador acerca de qué necesitaba, el aspecto culpado respondió: «Yo sé que no está bien abandonar a quien me necesita, que en este caso es Raúl, pero tal vez haya otras maneras de acompañarlo y ayudarlo sin tener que seguir conviviendo con él, porque ya no soporto la situación y, al final, terminaría dañándolo aún más.
No me digas que soy una persona indigna por querer separarme… Yo acepto el que me adviertas que es necesario hacer algo, pero, por favor, no me insultes ni me maldigas, porque eso me desequilibra todavía más… Lo que necesito de ti es que comprendas que yo también soy un ser humano, que también tengo necesidades; que me mires con respeto, con afecto, que me tengas en cuenta y me ayudes a ver qué puedo hacer, a encontrar el modo de que yo tam- bién pueda sentirme bien…»
Por supuesto que el hecho de decirlo no garantiza la transformación inmediata del trato del culpador, pero es e| inevitable primer paso, y en la medida en que el diálogo interior continúa, la experiencia clínica muestra que las posiciones se van acercando hasta alcanzar, en un tiempo variable, un acuerdo satisfactorio para ambos. En nuestro ejemplo el acuerdo fue legitimar el deseo de Corina de se- pararse, y también la necesidad de acompañar a Raúl, pero hacerlo sin necesidad de convivir con él.
El tiempo que necesitan para alcanzar un acuerdo depende de:
a)
El grado de rigidez del código y la posibilidad del culpador de aceptar las modificaciones que se revelen como necesarias sobre dicho código.
b)
La posibilidad del culpador de comprender el error que está presente en el enjuiciar y también en la utilización del castigo como forma de enseñarle algo al culpado.
c)
El tiempo que necesiten ambos para reconocer algo obvio y, sin embargo, no reconocido por ellos: que no son «enemigos esenciales», que son «tripulantes del mismo bote», funciones complementarias de la misma unidad cuya tarea es reconocer la transgresión de alguna norma y poner en marcha la respuesta que lo reequilibre. Por lo tanto, un aspecto no puede sentirse bien si el otro no lo está.
Esta conciencia de ser partes de una unidad mayor, tan simple, tan obvia y tan fundamental, es uno de los pilares sobre los que se afirma y motoriza el proceso de construcción de acuerdos satisfactorios entre ambos.
El cambio de las normas
En las culpas disfuncionales es frecuente observar que la norma, tal como la registra y presenta el culpador, tiene algo de rígido, absoluto y muy general. El caso de Corina es muy útil para ilustrarlo: «No se debe abandonar a quien te nece- sita.» ¿Qué quiere decir exactamente eso? Yo puedo, por ejemplo, convivir y sin embargo abandonar, y también pue- do no convivir y acompañar muy de cerca, emocionalmente, a esa persona… entre otras tantas variables y matices diferentes de ese mismo precepto general.
Veamos algunos otros ejemplos:
«Debes hacer felices a tus padres; debes anteponer las necesidades de los otros a las tuyas; debes esforzarte al máximo para ser perfecto; debes continuar las tradiciones familiares; debes comportarte normalmente y no producir con- fusión en los demás», etc.
La tarea que el culpador y el culpado necesitan realizar es precisamente contextualizar, flexibilizar y darle más pre- cisión a la norma en cuestión. Cuando Corina lo hizo com- prendió que es posible «no abandonar a quien te necesita» sin tener, por ello, que convivir con él.
En los otros ejemplos se puede intuir cuál es la contex- tualización necesaria: ¿En qué casos la norma es válida y posible y en cuáles no? ¿Cuáles son sus excepciones? ¿Cómo actuar ante cada excepción? ¿Cuál es la esencia de la norma y cuál es la forma a través de la cual se la intenta aplicar? ¿Cómo se puede respetar la esencia, adecuando la forma a la situación particular que se está viviendo?
Exploraremos esto a través del primero de los ejemplos citados: «Debes hacer felices a tus padres.»
Esa formulación es inobjetable como expresión de de- seos, pero ¿es realizable como mandato de una norma? Dado su carácter masivo y absoluto, lo más probable es que no lo sea. Por lo tanto, es necesario diferenciar «norma», de «ex- presión de deseos», y esa labor quien mejor la puede realizar es el culpado, pues es el encargado de llevar a cabo las tareas que permitirán cumplimentardicha norma. Lograr esa discri- minación termina siendo un aporte para el culpador pues lo ayuda a producir normas que verdaderamente pueden cum- plirse, componente fundamental en la eficiencia de una norma.
En la medida en que el culpado consigue conectarse consigo mismo puede dar información útil sobre cada norma que se debate. En este caso si lo pusiéramos en una fra- se, ésta podría ser: «Yo también deseo que mis padres sean felices, pero me doy cuenta de que lo sean o no depende de múltiples factores, muchos de los cuales están fuera de mi jurisdicción. Por lo tanto, te propongo que cambiemos esa norma por otra que, teniendo en cuenta esa realidad y mis propias posibilidades, diga: «Harás todo lo que te sea posi- ble para contribuir a la felicidad de tus padres, hasta donde ellos puedan experimentarla.»»
La esencia de la norma, que es el interés por la felicidad de los padres, se mantiene; lo que cambia es la forma a tra- vés de la cual se la expresa. Este cambio de forma incluye dos componentes fundamentales: a) reconoce la importancia de que la norma pueda ser cumplida por el culpado, y b) desplaza el énfasis puesto sobre un particular y único resul- tado final («Debes hacer felices…»), con toda la rigidez que eso conlleva, y lo ubica más cerca del «intento por alcanzarlo» («Lo posible para contribuir a…»), lo cual agrega una cuota de flexibilidad más afín con la naturaleza misma de la experiencia humana.
Esto es contextualizar y flexibilizar la norma.
Cuando el culpado está en desacuerdo con una norma, este desacuerdo suele hallarse vinculado con algún componente rígido de dicha norma. Por lo tanto, el desacuerdo se resuelve enriqueciendo la norma anterior más que destruyéndola por completo y poniendo otra en su lugar.
La idea de destruirla y sustituirla drásticamente es justa- mente la que tiende a activar el antagonismo entre el culpador y el culpado. En cambio, la comprensión de la posibilidad de enriquecerla captando su esencia y flexibilizando su forma es lo que contribuye a la producción de una nueva norma aceptada por ambos.
En estos tiempos en los que los cambios de modos de vida ocurren de forma tan acelerada es especialmente necesario desarrollar la capacidad psicológica de registrar la norma que «hasta ahora regía» y de enriquecerla, actualizándola.
El logro de esta tarea significa la resolución de una de las causas más frecuentes de la culpa disfuncional.
El aprendizaje del culpado
Hasta ahora nos hemos referido al aprendizaje que necesita realizar el culpador, pero es obvio que el culpado no está exento de dicha tarea, y eso es lo que describiremos a continuación.
Antes de presentar esta descripción conviene aclarar que el aprendizaje se realiza siempre, en última instancia, en la relación culpador-culpado, aunque cada uno participe en un grado variable. La presentación de cada protagonista de forma separada responde fundamentalmente a una necesidad didáctica.
Hecha esta aclaración, digamos que el aprendizaje fundamental que necesita realizar el culpado es que el código que el culpador preserva, si bien por momentos pone límite a sus movimientos, y puede resultarle molesto, en lo profundo también lo protege a él. Es equivalente a cualquier ley y, en su forma más simple, a lo que ocurre con el sistema de semáforos: si bien cuando se pone en rojo y tenemos prisa la espera resulta frustrante y fastidiosa, esa luz roja no es un mero estorbo que nos limita, sino, desde una perspectiva más vasta, es precisamente lo que nos posibilita desplazar- nos en medio del tráfico y llegar a destino. Es decir, el semáforo, aunque a veces nos demore, también nos protege.
Cuando el culpado ha comprendido esto, reconoce la necesidad del código de normas y de que exista una función que se ocupe de informarle cada vez que lo ha transgredido.
Tal comprensión genera una mejor disposición hacia el culpador, lo cual significa que se torna más sensible a sus señales y, por lo tanto, puede hacer correcciones con mayor anticipación, antes de que «la sangre llegue al río».
Es un hecho reconocido por el sentido común y muy uti- lizado en medicina preventiva que cuanto más rápido es el registro del error, más sencilla es la corrección y menores los daños a reparar.
El culpado tiene que aprender también que es él mismo quien mejor conoce el modo en que necesita que el culpador le informe. Por lo tanto, se requiere que sea lo suficientemente sensible para detectar, momento a momento, cuál es ese modo, e informárselo al culpador para que éste, a su vez, pueda adecuar su expresión al lenguaje más comprensible para el culpado.
Conviene recordar que esta secuencia, que quizá parez- ca un vínculo idílico y utópico de ciencia ficción, es lo que realizan las millones de células en su continuo proceso de adecuación recíproca. Esta capacidad es la que posibilita, en última instancia, el funcionamiento del organismo como tal.
La ley que rige ese proceso trasciende la voluntad personal, es lo que en lo profundo nos constituye, y es, sencilla- mente, la sabiduría del amor.
Cuando el culpador y el culpado reconocen que están impregnados por esa energía constitutiva básica, y que en esencia son socios complementarios, encuentran que Ja adecuación recíproca, más que un vínculo idílico utópico, imposible de realizar, es un modo de relacionarse que les corresponde por derecho natural, que necesitan y pueden reencontrar, reconstruir y disfrutar.
A continuación incluimos una serie de preguntas formula- das en seminarios sobre la culpa que completan el desarrollo de este tema.
A mí me hacen sentir culpable los otros, especialmente mi esposa…
Cuando una persona nos «culpabiliza» por algo, experimentamos en efecto el sentimiento de culpa correspondiente sólo en la medida en que esa acusación cuente con la voz interior culpadora que sea la réplica del culpador externo, en este caso tu esposa.
Si alguien me detiene por la calle y me acusa de ser la causa de todas sus desdichas, y yo registro claramente que es la primera vez que veo a esa persona y que, por lo tanto, no soy el culpable de lo que me atribuye, esa acusación no encontrará resonancia en mí y no me sentiré culpable por lo que se me dice. Si yo tuviera, frente a la acusación que me culpabiliza por parte de cualquier persona del mundo externo, la misma claridad y certeza que tengo en relación con ese desconocido que se me acerca en la calle, seguramente no reaccionaría sintiéndome culpable.
De modo que cuando decimos: «Fulano hace que me sienta culpable», en el fondo lo que estamos diciendo es: «Fulano me acusa de lo mismo que me acusa mi culpador interior.»
81¿Todos sentimos la culpa del mismo modo?
La señal que emite el culpador y la reacción del culpado pueden expresarse de muy diferentes maneras, pero su diversidad puede ser agrupable en tres modos básicos: el físico, el emocional y el mental. Cuando aparece exclusiva- mente como sensación física lo hace a través de algún dolor corporal, sobre todo dolor de cabeza y sensaciones de opre- sión en el pecho. Cuando aparece como emoción es ese sentimiento de dolor, desasosiego, arrepentimiento y ago- bio, que es el típico «sentimiento de culpa»; y en su forma mental se expresa a través de las autoacusaciones y los auto- rreproches. Lo más frecuente es que estos modos se expre- sen de forma simultánea o sucesiva.
¿Todos los autorreproches producen culpa?
El autorreproche es el sustento mental de la culpa disfuncional cuando lo que nos reprochamos es no haber cumplido una norma de nuestro código interno.
Pero hay autorreproches producidos por otras causas no vinculadas al código moral personal: puedo autorreprochar- me por haber fallado en algo y no haber logrado un deseo: me retrasé y perdí el avión, me olvidé de un tema y me re- probaron en un examen, me comporté de forma inadecuada en una cita y me rechazaron, etc. Eso es simplemente auto- rreproche, y el dolor que produce está vinculado a la sensación de torpeza o fracaso, pero no es el dolor de la culpa.
¿La actitud transgresora es un valor?
La actitud transgresora no es ni un valor ni un disvalor, sino una descripción incompleta e insuficiente de una conducta.
En tiempo solía decirse: «Es una obra transgresora» como sinónimo de comentario elogioso sobre dicha obra.
No existe la transgresión en abstracto, siempre se transgrede algo. Por lo tanto, no basta con decir que una obra es transgresora. Para saber si una obra (o cualquier otra conducta) transgresora es valiosa o no, es necesario incluir cuál es la ley o la norma que transgrede. Sólo cuando conozcamos la norma transgredida estaremos en condiciones de saber si transgredirla es o no un aporte valioso.
Y una vez que conozcamos la norma nos centraremos en el modo en que se la transgrede. Por más arcaica que sea una pauta, el solo hecho de transgredirla no significa per se que la mejore
INDAGACIÓN PERSONAL
Si usted está experimentando un sentimiento de culpa torturador y crónico, le propongo que realice la siguiente indagación personal:
Instálese cómodamente y concédase unos minutos de intimidad para formularse algunas preguntas y disponerse a aprender de las respuestas que surjan.
Dirija su atención hacia su interior y trate de completar la siguiente frase: «La culpa que siento es como si una voz interior me acusara de…»
Una vez que ha escuchado y reconocido esa voz interior culpadora, conviértase en ella por unos instantes y, siendo esa voz culpadora, déjela fluir con la mayor libertad que pue- da y dígale al aspecto culpado, como si lo tuviera delante de usted:
a)
«De lo que te acuso es…»
b)
«Lo que siento hacia ti por lo que has hecho es…»
c)
«Y mi modo de castigarte —en caso de hacerlo— es…»
d)
«La norma que has transgredido es la que dice que…»
En un gran número de personas el mero hecho de poner en palabras la norma que está rigiendo comienza a ordenar la si- tuación porque permite sacar a la luz y ver con claridad cuál es el código que está imperando. Por esta razón es importante que logre definir con la mayor precisión posible el contenido de la norma en juego.
Una vez que haya completado los cuatro pasos, póngase en el lugar del aspecto culpado, registre qué siente al oír lo que se le ha dicho y observe desde allí si está de acuerdo o no con esa norma. En caso de que no lo esté, dispóngase a debatir con el culpador acerca de ella hasta que alcancen un acuerdo.
A menudo el culpador experimenta algún sentimiento de dominación, autoritarismo o poder sobre el culpado, como si se sintiera «el que manda». Si eso le ocurre a su culpador, recuer- de que el culpado tiene derecho a proponer cambios en las nor- mas, que es un socio del culpador y que cada uno cumple una función complementaria; por lo tanto, este debate interior será de «igual a igual», en el que aquel lo que gravitará en la discusión serán los argumentos y razones de cada uno y no algún principio de autoridad esgrimido por el culpador.
Procure que el diálogo continúe hasta que alcancen un acuerdo que ambos puedan suscribir, lo que implica que cada uno sienta con claridad que no hay sometimiento en su aceptación sino el reconocimiento de que la norma que han construido es realizable, deseable y necesaria.
Recuerde que en cada norma suele haber un núcleo esencial que ambos comparten y que la tarea a realizar consiste muchas veces en actualizar la forma a través de la cual trata de aplicarse dicho núcleo, como para que dé cabida también a las necesidades presentadas como legítimas por el aspecto culpado.
Cuando ha alcanzado este acuerdo interior, que siempre es posible, teniendo en cuenta especialmente que se trata de dos aspectos de la misma unidad, de «dos tripulantes del mismo bote», ya están dadas las condiciones para abordar el segundo tema de este problema, tarea que le corresponde iniciar al aspecto culpado.
Trate de ponerse en su lugar, una vez más, y convirtiéndose en él comuníquele al culpador de qué modo necesita que él le informe de que ha transgredido una norma cada vez que esto sucede, para sentir verdaderamente que él lo ayuda.
Una vez que lo ha descubierto y comunicado, póngase, otra vez, en el lugar del aspecto culpador, escuche lo que el culpado acaba de decirle, y hágalo tratando de recordar que su función esencial no es torturar al culpado por sus transgresiones sino ayu- darlo a instrumentarse para estar en condiciones de respetar las normas que ambos han convenido que los rijan.
Si usted ha conseguido identificar a su aspecto culpado y a su aspecto culpador y ha logrado, además, desplegar el diálogo entre ambos poniéndose en el lugar de cada uno, seguramente encontrará que ha dado un paso importante y significativo en la resolución del sufrimiento que produce la autotortura impotente de la culpa disfuncional.
culpa vs responsabilidad
¿Quién no se ha sentido culpable en su vida? Seguramente te ha pasado, que lastimas a otra persona sin querer y luego sientes una gran culpa. Todos cometemos errores, algunos insignificantes y otros muy importantes. El hecho es que cuando uno de estos errores afecta de alguna manera a otra persona, nos sentimos mal.
La culpa es un indicador de que estamos rompiendo una de las “reglas” sociales. Ya sean reglas establecidas formalmente, como respetar las señales de alto en la calle, o reglas implícitas o autoimpuestas como evitar herir los sentimientos de otros. La culpa se define como el estado emocional que surge de pensar que hemos actuado de manera indebida (ya sea que hicimos algo que no debimos haber hecho, o que no hicimos algo que debíamos hacer). La culpa es una actitud formada por emociones y pensamientos, que nos llevan a una sensación de auto devaluación. Es decir, la persona que siente culpa, se califica negativamente como persona, se siente mal consigo misma y se siente devaluada de alguna manera.
Generalmente, la culpa surge de manera automática, y nos puede servir como indicador de que algo en nuestra conducta no está en armonía con lo que nosotros consideramos adecuado. Sin embargo, quedarse con el sentimiento de culpa una vez que nos hemos dado cuenta de la situación no sirve de nada. Ni nos sirve a nosotros ni a la persona a quien hemos lastimado.
De lo que se trata realmente es de asumir nuestros actos, y hacernos responsables de enmendar las situaciones, hasta donde sea posible. Hay una gran diferencia entre sentirme culpable y sentirme responsable. La culpa me hace sentirme mal conmigo y me devalúa. Hacerme responsable me hace sentir mal hacia la conducta, pero me sigo sintiendo bien conmigo, aceptando que cometí un error, pero que eso no me devalúa como individuo.
Pongamos un ejemplo:
Imagínate que estás a la mesa comiendo con un amigo. De repente en la emoción de la plática, haces un brusco ademán con tu brazo y tiras el vaso de agua que estaba frente a ti, bañando por completo a dicho amigo.
Los pasos a seguir para reaccionar con responsabilidad en vez de con culpa son:
1. Lo primero que haces es reconocer ante ti mismo que cometiste un error. Muchas personas se atoran en este paso, y no pueden aceptar ni ante ellos mismos que se equivocaron. Niegan su responsabilidad y la quieren poner en algo o alguien más. Pueden llegar a pensar incluso cosas como “que vaso tan inestable, por su culpa ahora mi amigo está todo mojado”. Debes aceptar ante ti que sí fuiste tú quien cometió el error.
2. Debes reconocer ante ti mismo también, que fue un error. Que no fue intencional, que eres humano y sí, a veces te equivocas, y que eso está bien y es inevitable. Este paso es fundamental, para que tú primero que nadie, te perdones a ti mismo.
3. Entonces debes disculparte. Hacerle saber a tu amigo, que honestamente lamentas lo sucedido, que no fue tu intención, y que asumes el hecho. Esta es la parte de asumir tu conducta, tu error, frente a los involucrados.
4. Después de esto, lo más adecuado es hacerte responsable del hecho en vez de sentirte culpable por él. Es decir, estar dispuesto a hacer todo lo que esté en tus manos para resolver, componer o pagar lo necesario para que la situación se arregle en la medida de lo posible. En el caso de tu amigo, quizá debas preguntarle cómo lo ayudas, alcanzarle unas servilletas, acompañarlo al baño para ayudarlo a secar su ropa, o llevarlo a su casa para que se cambie de ropa, o bien ofrecerle pagarle la tintorería, y si quieres exagerar, ofrecerte a comprarle nueva ropa (muy loco pero podría suceder, depende del caso). Dar opciones para arreglar aquello que tú “descompusiste” sería actuar responsablemente. Y aquí viene lo más importante: ESTO ES TODO LO QUE PUEDES HACER, NO PUEDES HACER MÁS.
5. Finalmente te será muy útil observar y entender lo sucedido para procurar que no ocurra otra vez. Aprender todo lo que sea posible de la situación, y seguir adelante.
Si te fijas, todos estos pasos tienen que ver contigo, no con el otro. No estamos ni siquiera considerando si el otro se enojó o no, si aceptó tus disculpas o no, si se ofendió o le dio risa. No lo mencionamos porque nada de eso depende de ti. Tú únicamente puedes hacer aquello que está en tus manos, que es reconocer, disculparte y resolver hasta donde te es posible. No puedes directamente cambiar las reacciones del otro. Si el otro se enoja y a pesar de tus disculpas te insulta y a pesar de que ofreces todas las soluciones posibles, el otro decide seguir enojado y no aceptar que no fue tu intención, ese ya es problema del otro, eso sí no es tu culpa.
Tal vez digas: “pero sí fui yo quien lo mojó, es mi culpa que esté enojado”. En parte si, pero volvemos a que una vez que tu ya hiciste lo que está en tus manos,ya no puedes hacer más. Ya no depende de ti. Tú ya hiciste lo correcto. Ya aceptaste tu error y ofreciste corregir el problema. Ya puedes estar en paz y tranquilo contigo.
Si tú ya te perdonaste, puedes sentirte bien contigo, aún sabiendo que cometiste un error. Si el otro está enojado y tú quieres ayudarle con su emoción, puedes pedirle disculpas otra vez, puedes soportar su enojo sin enojarte de regreso con él, pero en realidad tú no puedes asumir responsabilidad por las reacciones de otra persona. Quizá puedas intentar ayudarle a que se sienta bien, pero no eres responsable de su mente y todo lo que trae en ella.
Esta es la gran diferencia entre sentirte culpable y sentirte responsable. Con la culpa sientes que tú estás mal, te sientes mal contigo (y eres susceptible alchantaje y manipulación de otras personas que necesiten manipularte). Al hacerte responsable te sientes mal con el hecho, con el error, pero te sientes muy bien contigo.
Hay una gran diferencia entre sentirse culpable y hacerse responsable. No se trata de decir “bueno, ya no me voy a sentir culpable de lo que hice y ahora hago como que no pasó nada”, ya que esto sería una actitud inmadura e irresponsable. Se trata de reconocer mi error y hacerme responsable de él. Solamente puedo hacer algo por remediarlo hasta cierto punto. Más allá de eso ya no puedo. Ya no depende de mí.
Tampoco se trata de andar por la vida actuando sin pensar y cometiendo errores a diestra y siniestra con una mentalidad de “si el otro se enoja, ese ya no es mi problema”, ¡No! Eso también sería una actitud inmadura, propia de un niño que no sabe medir las consecuencias de sus actos y no tiene conciencia de cómo sus actos repercuten en los demás y en su medio, ya que vive centrado en si mismo.
Se trata de aceptar que eres humano, que te vas a equivocar, y que eso es inevitable. Que sentirte mal contigo por esos errores no sirve de mucho. Que es mejor aceptar tus fallas como parte de tu naturaleza y del proceso de crecimiento, y actuar con madurez y con responsabilidad frente a los demás. Para esto se requiere de una alta autoestima y seguridad personal.
Aquí usamos un ejemplo de un error poco relevante, pero lo mismo aplica para cualquier equivocación. No importa la dimensión de ésta. Lo único que está en tus manos finalmente es reconocerlo, disculparte, intentar solucionarlo hasta donde es posible y aprender de ello.
Muchas veces no hay solución para la situación, y ni modo, no sirve de nada culparte tampoco en estos casos. El sentirte culpable no va a regresar el tiempo. Hay que aceptar las cosas como son, asumiendo la responsabilidad de nuestros actos, y sintiéndonos bien con nosotros mismos en toda situación. Esto es en gran medida el resultado de haber trabajado una buena autoestima.
Valorarte a ti mismo de la mejor manera y con toda profundidad frente a éxitos y frente a fracasos, frente a aciertos y sobre todo, frente a los errores, que son de las cosas más normales y comunes de la vida.
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LISTA DE CULPA, CULPABLES
No es lo que pasa lo que determina la mayor parte de tu futuro. Lo que pasa, nos pasa a todos. La clave es lo que haces al respecto
falta de criterio, falta de disciplina
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NO CULPES A NADIE
No culpes a nadie, nunca te quejes de nada ni de nadie, porque fundamentalmente tú has hecho tu vida.
Acepta la responsabilidad de edificarte a ti mismo, y el valor de acusarte en el fracaso para volver a empezar otra vez, corrigiéndote.
Nunca te quejes del ambiente ó de quienes te rodean, hay quienes en tu mismo ambiente supieron vencer. Las circunstancias son buenas ó malas según la voluntad ó la fortaleza de tu corazón.
Aprende a convertir toda situación difícil en una arma para luchar.
No te quejes de tu pobreza de tu soledad ó de tu suerte, enfréntate con valor y acepta que de una u otra manera son el resultado de tus actos, y la prueba que has de ganar. No te amargues de tu propio fracaso, ni se lo cargues a otro, acéptate ahora ó seguirás justificándote como un niño.
Recuerda que cualquier momento es bueno para comenzar, y que ninguno es tan terrible para claudicar.
Deja ya de engañarte, eres la causa de ti mismo, de tu necesidad , de tu dolor, de tu fracaso. Si tu has sido el ignorante, el irresponsable, tú únicamente tú, nadie pudo haber sido tú.
No olvides nunca, que la causa de tu presencia es tu pasado, como la causa de tu futuro es tu presente.
Aprende de los fuertes, de los valientes, de los audaces, imita a los enérgicos, a los vencedores, a quienes no aceptan situaciones, a quienes vencieron a pesar de todo.
Piensa menos en tus problemas y más en tu trabajo, y tus problemas sin alimento morirán. Aprende a nacer desde el dolor y a ser más grande, que es el más grande de los obstáculos. Mírate en el espejo de ti mismo.
Comienza a ser sincero contigo mismo, reconociéndote por tu valor, por tu voluntad y por tu debilidad para justificarte.
Recuerda que dentro de ti hay una fuerza que todo puede hacerlo; reconociéndote a ti mismo más libre y más fuerte, dejarás de ser un títere de las circunstancias, porque tú mimo eres tu destino.
Levántate y mira por las mañanas, y respira la luz del amanecer.
Tú eres la parte de la fuerza de la vida.
Ahora despierta, camina, lucha.
Decídete de una vez y triunfarás en la vida.
¡NUNCA PIENSES EN LA SUERTE, PORQUE LA SUERTE ES EL PRETEXTO DE LOS FRACASADOS
mi padre me inculco el sentimiento de culpa, desde bien pequeña, eramos malas, ibamos a matar a mi madre a disgustos, habia que ser niños buenos
Me criaron con la creencia de que para valer tenía que producir resultados tangibles todos los días. El trabajo, la comida, el arte, la limpieza, el resultado que fuese no era tan importante como producir un resultado. Uno debe ser capaz, al final del día, de señalar sus logros, con el fin de haberse «ganado» el descanso. Esto puede sonar como una creencia positiva, pero para aquellos de nosotros que somos co-dependientes, (y como un amigo que también está en el programa dice en broma, creen en que «todo debe ser en exceso») esta es una forma agotadora de vivir.
No podemos simplemente «ser».
Incluso en tiempos de enfermedad, luchamos por lograr las tareas diarias, con el fin de alejar la aplastante culpa que se produce cuando no las hacemos. Porque esa es la otra mitad de esta filosofía de vida – la culpa. La culpa es un capataz feroz. La culpa está a nuestras espaldas y nos alimenta con un flujo constante de pequeños insultos y comentarios desagradables, que nos dicen que somos perezosos, inútiles, estúpidos… No necesito enumerarlos, la mayoría de ustedes puede recitarlos junto a mí, estoy segura.
Al-Anon fue el primer lugar en mi vida donde me encontré con el concepto que yo tenía valor simplemente por existir. No veía cómo eso fuera posible – si eso era cierto, todavía podía ser una buena persona, ¡incluso si mi casa era un completo desastre! ¡Qué concepto!
He tenido que trabajar mi programa con diligencia para lograr cierto grado de libertad de esta incesante medición de mí misma. Invariablemente estaba corta en un área, pero me desestimaba en general, me veía como indigna porque quería alcanzar la perfección.
Nunca puedo alcanzar la perfección. Admitir ese hecho representó tirar una carga que había llevado toda mi vida. Ahora me permito tener días en los que anuncio que «no estoy haciendo nada». Me doy permiso de tener días solo para andar por ahí y ser yo misma. No hago ni una sola cosa, y estoy mejorando en acallar las voces de culpa. Algunos días puedo acallarlas por completo, algunos días sólo puedo reducirlas a un murmullo. Estoy trabajando en ello.
Progreso, no perfección.
La culpa según el diccionario de la Real Academia Española es una falta más o menos grave cometida a sabiendas y voluntariamente. Pero la definición habla de la culpa jurídica , la culpa psicológica no necesita ser grave y a veces ni siquiera real. Muchas veces se siente culpa sin haber cometido delito o falta alguna, basta con que el sentimiento o la acción estén en contradicción con lo que la persona considera correcto.
Es importante tener en cuenta que:
LA CULPA SE PRODUCE CUANDO ENTRAMOS EN CONTRADICCIÓN CON NUESTRO SISTEMA DE VALORES
Podemos afirmar sin temor a equivocarnos que el sentimiento de culpa es una de las emociones más penosas para el ser humano. De hecho, todas las culturas del mundo han ideado formas de afrontarlo que van desde los sacrificios de perdón a los dioses hasta la creación de chivos expiatorios.
Hay pensadores que hablan de que toda la civilización judeo-cristiana se basa en la explotación del malestar que produce este sentimiento. Es así que debido al manejo que se ha hecho de ella para muchos psicólogos sentirse culpable es poco adaptativo : lo que tenemos que conseguir los seres humanos, es sentirnos responsables de los errores, no culpables afirman.
Coincido en que la responsabilidad por los propios actos es imprescindible y una de los objetivos de cualquier educación saludable, pero responsabilidad y culpa no siempre son conceptos sustituibles. Muchas veces la culpa es un sentimiento de advertencia: “Siento culpa por lo que hice e instrumento la reparación, es decir me hago responsable de las consecuencias”.
Ante el descrédito que ha sufrido la culpa , el Dr. Marcos Aguinis responde de manera excelente en su libro “Elogio a la Culpa” recordándonos que sin ella podríamos caer en la canalla.
Los psicópatas, autores de los crímenes más aborrecibles, jamás sienten Culpa, no tienen Ley, no tienen memoria. Sin la culpa no habría ternura por el otro. Los modelos aprendidos esforzadamente se borrarían de golpe y seríamos fieras irracionales.
Coincido absolutamente con su mirada por lo que voy a dividir la culpa en APROPIADA Y NEURÓTICA
Hablamos de culpa apropiada cuando está asociada con el daño que se le puede hacer a otras personas como resultado del mal uso de la libertad , y de neurótica: cuando no responde al daño intencional sino que es producto de la inmadurez de nuestra conciencia por responder a un sistema rígido de valores, o a un ego demasiado grande que se exige a sí mismo superioridad moral.
Decimos que hay un sistema rígido de valores siempre que el deber prevalezca en todas las acciones, y el pensamiento esté polarizado ( las cosas son blancas o negras, buenas o malas, y no se admite el término medio). El gran ego del que hablaba anteriormente se refiere al no reconocimiento de los propios límites. La persona se cree responsable de la vida de los demás, aunque esto a menudo le impida responsabilizarse por su propia vida. Además este gran ego le exige una perfección imposible de cumplir. Se produce un desencuentro entre el ideal de cómo debería ser el comportamiento, y la realidad vivida, causando dolorosos conflictos personales.
Las personas con este sentimiento de culpa se llenan de obligaciones aunque éstas no les correspondan. Son extremadamente escrupulosos y exigentes a la hora de enjuiciarse, y a menudo llegan al autoreproche.
Cuando la culpa se desata ante cualquier situación, o es excesiva, habrá que reflexionar sobre si:
Estamos respondiendo a un sistema de pensamiento polarizado, rígido, negativo, sobredimensionado o perfeccionista.
Existen unas circunstancias especiales, en la que hay que tener en cuenta nuestras necesidades del momento,
Pretendiéndolo o no, nuestra actuación no se adecua a nuestros valores.
Si se trata de los dos primeros casos, deberemos plantearnos que el código no es inamovible y por tanto podemos flexibilizar, contextualizar y dar más precisión a la norma transgredida.
Si la culpa se presenta por haber sido incoherentes con nuestro sistema de valores, habremos de responsabilizarnos de las consecuencias, reparar lo que esté a nuestro alcance y pedir perdón a quien haya resultado dañado.
Consecuencias de la Culpa neurótica
1.- La culpa le roba el efecto de gratitud al perdón ya que la culpa hace que la persona no se sienta perdonada.
2.- La culpa ata al pasado.
3. La culpa hace que veamos los errores más grandes de lo que en realidad son: La mentalidad culposa produce un sentimiento de indignidad muy profundo que mella la autoestima.
4. La culpa no permite aprender de los errores..
5. La culpa hace que la persona aprenda a disculparse con excusas.
6. La culpa hace que la persona culposa se relacione con otros a través de la culpa y manipule a otros como ella se siente manipulada.
Liberarnos de los sentimientos de culpa
Es importante trabajar la autocrítica mediante la reflexión y tomar en consideración las observaciones que nos hacen las personas que nos manifiestan más afecto y confianza.
Aprender a reconocer las causas de las situaciones conflictivas para aprender de los fracasos y no volver a cometer esos o similares errores. El objetivo es doble: el esclarecimiento de la situación y la desactivación del proceso de adjudicación de culpas.
Lo inteligente y provechoso es identificar los errores, reconocer la causa, asumir la responsabilidad cuando nos compete y, ya después, tomar medidas para rectificarlos y para no volver a caer en la misma piedra.
Limitarnos a sentir culpa es como encadenarnos de por vida por lo que ocurrió en el pasado, lo que conduce a un estado de ansiedad que puede derivar en depresiones.
Sentir culpa sólo resultará útil cuando esta sensación pueda convertirse en acción. Cuando se aceptan los errores sin sentir un fracaso definitivo y paralizante, el error puede percibirse como una oportunidad de aprendizaje, como una fuente de información de qué cosas van bien y cuáles no.
Respecto a la culpa que podemos sentir por los errores ajenos, conviene plantearse si uno es responsable (o en qué medida lo es) de las vidas de los demás. Cada uno tiene su propio periplo vital y debe asumir su responsabilidad sobre lo que en ese viaje acontece.
Estos sentimientos de culpa por los demás parten del convencimiento íntimo de que ellos dependen de nosotros.
Permitir a la otra persona vivir su vida nos permite a cada uno vivir la nuestra del mismo modo, con libertad y responsabilidad.
Cuando se presenta la culpa, el reto es convertir ese sentimiento en:
- Una señal, que sirva para revisar nuestras acciones
- Un momento de reflexión y análisis sin entrar a desvalorizarnos ni a hundirnos en el desasosiego y el sufrimiento.
- Un diálogo interior que nos lleve a reconocer la conducta por la que sentimos la culpa.
- La búsqueda de soluciones, o en su defecto alternativas a cómo reparar el daño causado.
- La petición de perdón a las personas afectadas por nuestra conducta.
Si el sentimiento de culpa nos afecta de tal forma que nos conduce a una situación emocional que nos impide un análisis claro, o nos sume en la descalificación y el autocastigo conviene acudir a un profesional para que pueda ayudarnos a encontrar las soluciones adecuadas que nos permitan crecer
Para evitar el sentimiento de culpa, conviene…
Identificar los sentimientos de culpa. Analizar en qué situaciones sobrevienen.
Aceptarlos como normales y pensar que son comprensibles. Al reconocer y aceptar estos sentimientos de culpa, resulta más fácil expresarlos y combatirlos
Expresar los sentimientos de culpa. Hablar con otras personas (si es necesario, con profesionales) del tema puede ayudar a aliviar este pernicioso sentimiento.
Analizar sus causas. Buscar las razones de estos sentimientos puede contribuir a hacerlos más comprensibles y aceptables.
Reconocer nuestros propios límites.
Debería darte vergüenza.”
“¿Si sabes que eso no se hace, por qué me causas disgustos?”
“Después de todo lo que hacemos por ti, así nos pagas…”
“Yo sé que me harás sentir orgullos@.”
“Estoy tan decepcionad@ de ti.”
Este tipo de frases tienen un impacto enorme en nuestros hijos. Funcionan por una razón muy poderosa:
Temen perder nuestro amor.
Los padres que usan este recurso no lo hacen por falta de amor por sus hijos. Tampoco es porque no les quede de otra, o porque el niño es demasiado “tremendo” y es la única forma de que obedezca.
Lo hacen porque fue lo que recibieron. Y no conocen otra forma.
Si observas todas las frases culpígenas al inicio del artículo, notarás que hacen una de dos cosas (o ambas):
1- se refieren a la esencia del niño, no a su comportamiento,
2- culpan al niño por la emoción (disgusto, enojo, decepción…) que provoca en el padre. De hecho, el padre no se hace responsable por lo que siente.
En lugar de hacer esto, enfócate en el comportamiento que hace falta corregir. Ayuda a tu hij@ a darse cuenta de cómo tomar responsabilidad por lo que hace, siendo firme con él/ella, sin retirarle tu amor.
Tomemos los ejemplos anteriores, y cómo se podrían manejar desde el principio de la auto responsabilidad:
Culpa: “Debería darte vergüenza.”
Responsabilidad: “Lo que hiciste está fuera de lugar. Tendrás que atenerte a las consecuencias.”
C: “¿Si sabes que eso no se hace, por qué me causas disgustos?”
R: “Estoy muy molest@. No respetaste el límite. Ahora tendrás que…”
C: “Después de todo lo que hacemos por ti, así nos pagas…”
R: “¿Cómo te sientes cuando me tratas de esa manera?” “¿Qué fue lo que te hice, para que necesites tratarme así?”
C: “Yo sé que me harás sentir orgullos@.”
R: “Hij@, tu logro es tuyo. Hazlo por ti, yo estaré contigo pase lo que pase.”
C: “Estoy tan decepcionad@ de ti.”
R: “Tal vez quieras ver hacia dentro hij@, para que te des cuenta de si esto es lo que quieres, o si está bien para ti.”
Por último, recuerda que esto no es ser “suave” o “permisivo”. Los límites son firmes, y cuando se cruzan tienen consecuencias. Cuida que parte de la consecuencia no sea el que le retires o condiciones tu amor. Aprende a distinguir entre estos dos tipos de mensajes: “no eres digno de mi amor” vs. “tu comportamiento es inadecuado, hay que corregirlo y tiene consecuencias