“Era un matrimonio que discutía constantemente. En los muchos años que llevaban casados no recordaban una sola cosa en la que hubieran estado de acuerdo. Después de décadas de práctica, la más leve y nimia circunstancia era motivo suficiente para enzarzarse en una pelea.
Al igual que dos niños pequeños tratando de ver quién consigue mayor número de caramelos, o qué vaso está más lleno, ambos cónyuges vivían con la sensación de ser víctimas de una injusticia o un agravio. Tú tienes más que yo. El tuyo es mejor que el mío. La última vez tú te quedaste con el mayor. Quiero el que tú tienes.
Un día el marido volvía andando a su casa desde el trabajo, cuando pasó frente a un huerto vecino. Allí, en un melocotonero repleto de fruta verde, había tres melocotones maduros. El hombre saltó la verja y robó los melocotones.
Cuando llegó a su casa le ofreció uno de los melocotones a su mujer y se guardó los otros dos para él. Viendo esta actitud, la mujer comenzó a gritarle: ¿Por qué me das sólo uno y tú te quedas dos? He estado todo el día en casa trabajando como una esclava. Me merezco el otro melocotón. Además, ¿cómo sé que no te has comido ya alguno de camino a casa?
El marido se encolerizó. Yo también he estado trabajando todo el día, chilló, y más duro que tú. Tengo un jefe al que rendir cuentas. No me puedo sentar tranquilamente y pretender que he estado trabajando todo el día, como tú haces.. No me puedo pasar el día mirando la televisión o charlando con los vecinos. En cualquier caso, yo he conseguido la fruta. Me merecía los tres melocotones. Tiene suerte de que te haya dado uno.
Y de esta forma la pelea continuó. Los ánimos se encresparon y las voces fueron en aumento. Ninguno de los dos renunciaba a su postura de supuesta superioridad moral. Para un extraño, unas piezas de fruta no hubieran parecido motivo suficiente para un conflicto generador de tanta tensión e infelicidad, pero para la pareja la pelea se estaba convirtiendo en una cuestión de vida y muerte.
Cualquiera de ellos podía haber ofrecido el tercer melocotón al otro, pero ninguno quería hacer el sacrificio. Podían haber planteado partir por la mitad ese melocotón, para de esta forma tener porciones iguales, pero en su codicia ninguno estaba preparado para ser tan considerado. Tanto el marido como la mujer creían que merecían el melocotón más que el otro, y no estaban preparados para ceder. Compartir no era suficiente.
Cansado de la actitud persistente de su mujer, el marido le propuso una apuesta. Te apuesto mi melocotón extra, le gritó, a que no puedes callarte y permanecer en silencio. Aquel que de nosotros permanezca más rato quieto conseguirá dos melocotones.
La mujer se fue a la cama. El marido se tendió en el sofá. Los dos estaban tan decididos a vencer que mantuvieron su silencio. A lo largo de todo el día siguiente persistieron en su actitud, y también dos días después. Los días se fueron sucediendo. Ambos rehusaron moverse. Ni comían ni bebían.
Después de que la casa permaneciera una semana de silencio, los vecinos empezaron a sentir curiosidad. Cuando se decidieron a entrar para investigar lo que sucedía se encontraron a los dos esposos tumbados, pálidos y en silencio. Pensando que la pareja estaba muerta, los vecinos contactaron con los servicios funerarios.
A ambos les pusieron la mortaja en féretros distintos. Cuando el encargado de la funeraria empezó a clavar la tapa del ataúd del marido, el hombre empezó a gritar, horrorizado ante la perspectiva de ser enterrado vivo. ¡Estáis locos! ¿No veis que todavía estoy vivo?, gritó. La mujer saltó de su ataud todavía abierto. ¡Ajá!, exclamó entusiasmada. He ganado. He conseguido el tercer melocotón.
Marido y mujer salieron corriendo hacia su casa, tratando de arrebatar al otro el melocotón. Cuando llegaron vieron que los tres melocotones todavía estaban en la encimera de la cocina…¡podridos!”